miércoles, 27 de mayo de 2009

CAPÍTULO DOS

El chillido de un ave nocturna se adelantó a cualquier ruido de la mañana y enseguida en la casa vecina un loco gallo cantó. Llamaba apresurando la salida del sol, picoteaba el piso y volvía a dormir, entregándose por momentos a sus pensamientos.­ –Sin mí – pensaba, –la noche sería eterna, el sol no brillaría, la vida no florecería, mis pollitos y gallinas se verían recluidos a las sombras perpetuas –. Esta idea le hacía sobresaltar y despertarse. Se erigía separando un poco las alas de su cuerpo, miraba hacia el horizonte hasta donde su vista alcanzaba, amanecía. Aspiraba aire casi hasta reventar sus pulmones y cantaba desgañitándose. Con sus patas rascaba el piso, picoteaba el suelo cacareando, hablando entre sí, sumergiéndose nuevamente en densas y angustiosas neblinas.

La frescura y el renuevo de la mañana no pudieron calarse en el tibio y enrarecido ambiente de la habitación, y los durmientes no despertaron hasta muy tarde. El sol ya había avanzado y miraba desde lo más alto a los hombres que como hormigas se consumían en frenética actividad.
El murmullo de la ciudad de Magdala que desde muy temprano había comenzado como un susurro, ya a esta hora era incesante, increpándose con fuerza sobre los oídos de los durmientes y los despertaba. El agolpado ruido de las caravanas, mercaderes que salían y entraban de la ciudad, el choque de un marro sobre las piedras que discordaba con el latido del corazón, en el patio y por todas partes los chillidos de los pájaros que se arremolinaban persiguiéndose por las copas de los árboles, piaban fastidiosamente. El ladrido de un perro, que se adivinaba, arreaba con su amo un enorme buey que arrastraba quejosamente una carreta. El llanto de un bebé hambriento, los gritos de marchantes en la plaza, el comadrazgo bullicioso. Multitudes de gente de lenguas distintas, soldados y aldeanos, y el canto del gallo, desquiciante, aún a esta hora seguía rebotando en la cúspide senoidal. Y sí se ponía bien atención: la misma tierra toda ella era un hervidero constante de ruido.–Destrúyelos, haz que una inundación o fuego les caiga encima. Estoy arto de tanto ruido y del tufo que emanan... Han arruinado la quietud e infestado todo con su altanería –. Así se azuzaban unos a otros los dioses en el Olimpo y Yahvé en el Sinaí, ahogados en el vértigo y la desesperación por no lograr dormir. Y sucedía que acabo de varios siglos, tras décadas de insomnio que se les colmaba el plato a los divinos, y entonces, la humanidad entera era arrasada de manera espectacular con lluvia, fuego y viento.
La mujer había sido la primera en despertar. Cuando su mente se pudo despejar se incorporó sigilosamente. Estaba bañada en un sudor de finas gotas en el cuerpo, que en su rizado vello púbico semejaba al rocío matinal sobre el musgo. Se vistió lo más rápido que pudo, avergonzada de despertar desnuda. Se movía rápida y precisa, solo permanecía inmovilizados sus ojos en un punto que era invisible frente a ella. Trataba de hacer un recuento de los sucesos, de los daños que se revolvían entre el sueño y la realidad, pero nada. ¿Dónde estaba el amado y tierno Juan que ayer le embelesaba obsequiosamente? ¿No le dijo cien veces que la amaba y hasta prometió desposarla? Lo recordaba perfectamente, a él sí, notable entre una multitud y viril, con sus cabellos dorados, esbelto y de suave musculatura, casi afeminado como esas estatuas griegas de Jacinto que había visto adornar los patios de las casas de los ricos y portentosos de Judea, que la llamaban a sus campiñas y palacios veraniegos para bailar y danzar, para alegrar las fiestas y, Dios sabe para qué más.Juan era como un dios griego cabalgando a Pegaso y esculpido a detalle…Su ostentación no tenía límites. Robaba la atención y los suspiros de todas las mujeres y de no pocos hombres que le veían. Lo había conocido en Capernaúm, en una fiesta que daba Mateo, el astuto publicano. Había entrado hasta en medio del patio, montando un caballo blanco llamado Testigo que cabriolaba, abriéndose camino entre el gentío con sus patas como guadañas que siegan el trigo.

María de Magdala, la santa pecadora

Viajeros procedentes de todos los confines del mundo se dirigían a Jerusalén por la antigua ruta de las caravanas que unía Damasco y Esdrelón, el camino pasaba por Magdala y Tiberíades. Muchos caminantes habían escuchado en boca de alguien, en algún lugar del mundo, de sus célebres prostitutas: que eran capaces de vender por dos tórtolas o un cabrito, un instante la ilusión del amor, entraban en Magdala y días después salían con sus rostros iluminados, como si hubiesen traspasado el mismo umbral de la muerte.
Magdala no era sólo un oasis para los doce hermanos hijos de Israel, sino un gran mar al que acudían a beber todas las tribus y lenguas del mundo. La bebían y la amaban pero jamás se saciaban. Magdala tampoco era el ombligo del mundo como lo era su hermana Jerusalén. Magdala era los senos y los muslos de esa tierra santa y no la custodiaban los serafines de Dios, sino los perros y Roma como a todo el demás mundo.

La noche se extinguía, el brillo de una estrella que permanecía suspendida en el crepúsculo iluminaba una caravana de comerciantes árabes, sus camellos estaban cargados con toda la riqueza de la tierra. Venían desde más allá de Tiro y se dirigían a Jerusalén a comerciar esclavos y piedras preciosas. Llevaban un cargamento especial de cañafístula e incienso para los perfumes del templo y, en grandes jaulas con carros arrastrados por inmensos bueyes trasladaban leones y otras bestias salvajes para las fiestas del degenerado de Herodes. La procesión partía de Magdala, donde algunos perros flacos aguardaban silenciosos, habían salido desde muy temprano a encaminar a los que abrían la marcha, habían regresado y estaban cansados. Un joven hombre que se había retrasado era el último que acompañaba la procesión y montaba un caballo blanco bien enjaezado...

Una lechuza espantada por el romper del alba remontó en vuelo hacia su nido. Se elevó y cruzó por encima de un bosque de cinamomos y por la vacilante oscuridad que se extendía encima de diminutas cabezas de caminantes, bestias y algunos perros flacos que guardaban la ciudad. Cruzó casi rozando los muros y algunas casas altas que se apretujaban entre sí, su vuelo era suave y fantasmal, casi imperceptible. Al fin, descendiendo en una gran casa, posó en una gruesa rama de un viejo árbol de Mambré cuyo tronco tenía su nacimiento en las mismas paredes y cimientos de la construcción. Se acurrucó y permaneció así, escrutando los contornos, los árboles circunvecinos y el espacioso patio de la casa que habitaba. Miró una planta trepadora que ya invadía el árbol y subía arrastrada por las paredes hasta el borde de una ventana vagamente iluminada. Adentro, un pequeño ratón se encontraba apostado al pie de un candelabro de siete brazos, sostenía un trozo de pan, retozando tibio y juguetón a la luz de las vacilantes flamas. Sus ojos se clavaron en los del roedor y en su mente lo imaginó de cena; la vigilia esa noche había sido infructuosa y el hambre le aguzaba la imaginación: lanzarse sobre el peludillo con cola era cosa sencilla, pero reprimirse para guardar su anonimato en esa tierra que pertenecía a los hombres, eso si constituía una verdadera hazaña. Cuánto había deseado dejar de ir a las montañas y colmar su hambre en esa ciudad ampulosa, cayendo sobre un perrillo u otro servil animalejo que vivían acamorrados y bien cebados a los pies de los hombres. De súbito el ratón se sobresaltó y quedó paralizado de miedo. La lechuza como desechando el sueño de un embrujo había sacudido su enorme cabeza y relajando la tensión se había levantado sobre sus poderosas patas, sus garras se hendieron aún más en la rama, su cabeza giró hacia el horizonte, sus enormes ojos brillaron desafiantes, parpadeó, e inesperadamente desapareció entre las hojas. El sol nacía.


Un hilo de luz comenzó a escurrirse a través de la habitación donde la atmósfera estaba densa y viciada por las respiraciones, el aliento y el olor a sudor de los durmientes. La pequeña lámpara de plata en forma de candelabro santo, proyectaba sus luces danzantes y dibujaba sombras de siluetas humanas y cuerpos de diablillos copulando en la pared. En el fondo, un exigüe resplandor, como un aro beático posaba en el rostro lívido de una mujer. Su cuerpo desnudo y de hermoso aspecto dormía; recuperaba fuerzas. La mujer había luchado toda la noche; su cuello y sus pechos estaban cubiertos por pequeños moretones que sus amantes le habían propiciado, podía aspirarse en toda su piel impregnada una mezcla de olor a hombres, a salivas y perfumes de todo el mundo. Su cabellera larga y castaña se enmarañaba alrededor de su cabeza que reposaba inerte en un gran almohadón de seda, regalo de uno de sus amantes. Sus afeites corridos y sus labios rojos, carnosos e hinchados invitaban a todos los espíritus y hombres a ultrajar su descanso.
La mujer dormía, suspiraba, su boca se movía, murmuraba algo. Había bebido demasiado y el vino le aturdía. Aún en sueños luchaba, besaba al ser amado, lo besaba febrilmente tratando de recuperar su alma, que creía, estaba vagando en lo más profundo de la garganta, entre el pecho y el corazón de su compañero. Cuánta ternura y paz sentía tras esa búsqueda. –Un beso es el mismo paraíso –pensaba. Tenía el alma enternecida, quería abrir sus ojos y ver las nubes y los ríos por donde flotaba pero el placer se lo impedía. Sus largas y tupidas pestañas se humedecieron, se sintió colmada. Había llegado a la cúspide de su sueño. Quiso despertar para evocar más tarde ese recuerdo y el sentimiento feliz, pero el cansancio le tenía vencida. Sin poder abrir sus ojos, su mente semi-sonámbula volvió a dormir y los sueños que por un momento habían amenazado con disolverse y perderse en la nada, nuevamente tomaron pétrea consistencia.
La mujer miró en su interior el recuerdo imborrable, el rostro fiero de su amado. Apretó fuertemente los parpados para tratar de concentrarse, de poseerlo, de imaginarlo aún más. Lo sentía cerca. Su olor a hombre, parecido a la tierra y la hierba fresca, húmeda y amarga y que tanto amaba le transportó a un pensamiento aún más profundo y más antiguo. Se veía así misma totalmente desnuda, estaba tendida de espaldas en la hierba fresca. Ella y la tierra se confundían. Se hallaba en un jardín hermoso, en el Edén, rodeada de árboles silvestres y fieras del campo que la miraban. Atardecía y la luz disminuía poco a poco hasta que todo se perdió en la inmensidad de la noche y solo se veían en el cielo estrellas suspendidas que palpitaban.
Su mente comenzó a divagar. Escuchaba que la llamaban, que le susurraban al oído muy cerca su nombre: –Eva, Eva –. La voz la pudo sentir y adivinar, nacía de la tierra misma, de debajo de ella. Surgía como un murmullo que adquiría consistencia, que se transformaba en carne y piel húmeda, en cuerpo tibio y firme. Escuchó los latidos de su corazón que se apaciguaban y acompasaban al tiempo de un latir más profundo y grave. Ella era tomada muy suavemente por manos invisibles, como una hornaza de pan recién hecha. Quiso experimentar mayor dicha, le poseyó un gozo indecible y un bendito deseo que pedía ser acallado y llamó: –Adán, Adán... –. Su voz era suplicante como alma que no puede aguantar la soledad. Pero su llamado se perdió en la inmensidad de la noche. Sin respuesta ni eco que la consolara volvió a llamar, esta vez más quedo, con más celo, con más dolor. Como si de esto dependiera su vida entera: –Adán, amado mío, hijo mío… Dios mío –. Sus palabras eran liberadas como pájaros que vuelan por primera vez, temerosos se afianzan en el aire y adquieren gracia y plenitud, crecen.
El silencio reino sólo un instante, porque venida de más allá, como si hubiese tenido tropiezos en el camino y acompañada de otros ruidos de la noche, una voz fue acogida en sus oídos pendientes de respuesta, la voz parecía hecha de muchas voces unísonas, pareció crecer y moverse, germinó rápidamente y resonó como trueno en la bóveda de su cabeza.
–Todavía no naces, todavía estas en mí costado: Eva, Magdalena, puta…
Trato de abrir sus ojos y ver quién le hablaba pero estos permanecían sellados. Estaba convencida de ser ella la madre de todos los vivientes, de ser Eva, la virgen y de encontrarse en el Edén. Pero una visión como rayo pasó frente a sus ojos. No estaba con Adán, yacía con una multitud de hombres que la abrazaban y entraban en su sexo y la llamaban: –Eva, Magdalena, puta…Sus ojos bajo sus parpados presintiendo la luz de la mañana habían comenzado a moverse. La noche había durado demasiado.

Patmos, año 90




“Porque todas las naciones han bebido el excitante vino de su adulterio”

Vestida de púrpura y escarlata, adornada con oro, piedras preciosas y perlas. Hermosa, deslumbrante y siempre joven. Así la exhiben, así la desean, así la venden, así la compran.
Los señores del mundo fornican con ella y los explotadores participan de sus riquezas…
Pero detrás de sus seductoras faldas y su glamorosa apariencia esconde la vergüenza de su desnudez…
Brinda con la sangre del pueblo. Es guarida de espíritus inmundos y repugnantes que lo venden todo. Explotan, roban, acumulan riqueza a costa del dolor y del lamento de los santos...
Hay que desnudarla, levantar sus engañosas y seductoras faldas, para descubrirla en sus fornicaciones con los insaciables señores de la tierra…



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Con los brazos abiertos como si extendiera una red de pesca. Esposado, arrodillado y oscilante. Con la mirada perdida y saltona, de rostro esquelético, ceniciento y ya senil, el Apóstol Juan no ha parado de hablar frente a sus oyentes, que hechos todos unos ojos le miran. Algunos son invisibles, fantasmas y recuerdos que se mezclan en su cabeza, ángeles y demonios que confunde con asiduos visitantes, reales como la misma sangre. Antiguos amigos, discípulos viajeros, y no pocas mujeres que le acompañan en lo que pudiera parecer, los últimos momentos de su vida.
Su fama se había visto acrecentada a raíz de la persecución de Domiciano, del destierro en la isla de Patmos, del perdón imperial obsequioso e inexplicable que le había salvado de una muerte suicida. Éste es al que Jesús había jurado que quedaría con vida hasta su regreso en gloria. Y la gente de los alrededores salía y entraba de sus casas mirando con expectativa y miedo a que el cielo se abriera.
Como poseso y un actor de teatro que no deja de hablar ni moverse, así el anciano. Y frente a él hay una mujer misteriosa que se adivina influyente por sus vestimentas y esclavos, joven y en cinta por sus formas. Solamente él, el amado discípulo, el pescador de hombres, el hijo del trueno, Boanerge, pareciera traspasar con esos ojos velados y ya grises los vestidos y el doble velo que oculta el rostro fresco de piel desnuda, la nuca que cosquillea bajo esos cabellos espesos de leona que como olas encrespadas disimulan la cascada de un pececillo tatuado y juguetón. Nadie lo sabe, pero la mujer llora silenciosamente.